VERSOTERAPIA

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2007

LITERATURA Y MEDICINA

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LIBRO DEL DR. EDGARDO MALASPINA : LITERATURA Y MEDICINA

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jueves, 27 de abril de 2023

EL MUNDO DE AYER

 

EL MUNDO DE AYER (1942)





Edgardo Rafael Malaspina Guerra

 

“El mundo de ayer. Memorias de un europeo” (1944) de Stefan Zweig es más que una autobiografía: es un recorrido cultural y espiritual a través de la época en que le tocó vivir al autor en los espacios de los países donde vivió. Aquí están reflejas sus ideas sobre los libros, la escritura, los intelectuales que conoció, la política, la paz y la guerra. Zweig fue testigo de la Primera Guerra Mundial y también de los prolegómenos de la Segunda. Zweig sufrió persecuciones y como el judío errante debió buscar refugio contantemente convirtiéndose en un apátrida, un emigrante permanente.

 

El paso del tiempo, las generaciones, el arte, la poesía, la música, su amor por las colecciones sobre la creatividad espiritual,  la literatura y sus más grandes exponentes que fueron sus amigos, el teatro, los estudios primarios y universitarios. Pero no se detiene en el ámbito intelectual y va más allá para penetrar en el alma de la sociedad europea: el sexo, las modas, las desavenencias políticas , la economía, la inflación y los acampadores de turno,  el fracaso de la diplomacia reflejada en los campos de batalla, el racismo como combustible para la aniquilación de un pueblo por un líder desquiciado , y también nimiedades aparentes como la superstición en cada paso dado por el hombre. Todo esto en una narración palpitante llena de acción , suspenso y pasión.

1

Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé adónde ir» que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. Por eso mismo, espero poder cumplir la condición sine qua non de toda descripción fehaciente de una época: la sinceridad y la imparcialidad.

2

Soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos.

3

Para mí profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra.

4

Mi Hoy difiere tanto de cada uno de mis Ayer, mis ascensiones y mis caídas, que a veces me da la impresión de no haber vivido una sola sino varias existencias, y todas ellas, del todo diferentes.

5

Una misma generación era testigo, como máximo, de una revolución; otra, de un golpe de Estado; una tercera, de una guerra; una cuarta, de una hambruna; una quinta, de una bancarrota nacional... y muchos países privilegiados y no menos generaciones afortunadas ni tan siquiera habían tenido que vivir nada de esto. Nosotros, en cambio, los que hoy rondamos los sesenta años y de iure aún nos toca vivir algún tiempo más ¿qué no hemos visto, no hemos sufrido, no hemos vivido?

6

De modo que no guardo de mí pasado más que lo que llevo detrás de la frente. En estos momentos, todo lo demás me resulta inaccesible o, incluso, perdido. Pero nuestra generación ha aprendido a conciencia a no llorar las cosas perdidas y, además, quién sabe si la falta de documentación y de detalles no acabará redundando en beneficio de este libro. Porque yo no considero a nuestra memoria como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio. Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto interior. Sólo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado para los demás. Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad! !

7

Los grandes hombres son siempre los más amables.

8

EDUCACIÓN SIN SEXO

Decir de una chica que estaba «bien educada» equivalía en aquellos tiempos a decir que era completamente ajena a la vida real; y algunas mujeres de aquella época vivieron toda su vida sumidas en esa enajenación. Todavía hoy me divierte la historia grotesca de una tía mía que, en la noche de bodas, compareció de nuevo en casa de sus padres, a la una de la madrugada, y armó un escándalo afirmando que no quería volver a ver nunca más al monstruo con el que se había casado, que era un loco y un demonio, porque había intentado, en serio, desnudarla. A duras penas había podido salvarse de tamaña exigencia, evidentemente enfermiza.

9

LOS LIBROS Y LA UNIVERSIDAD.

Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. Incontables veces he visto confirmado en la vida práctica el hecho de que los libreros de viejo suelen conocer mejor los libros que los mismísimos catedráticos; que los tratantes en arte entienden más que los eruditos; que una buena parte de las iniciativas y los descubrimientos en todos los campos provienen de fuera de la universidad. Por muy práctica, útil y provechosa que pueda ser la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso tener un efecto contraproducente.

10

Cuanto más quiero a alguien, más respeto su tiempo.

11

Si hoy tuviera que aconsejar a un joven escritor todavía inseguro sobre el camino que emprender, trataría de convencerlo de que primero sirviera a una obra mayor como actor o traductor. Cualquier servicio abnegado ofrece más seguridad al artista novel que la creación propia y todo lo que se hace con espíritu de sacrificio no es en vano.

12

EN POLÍTICA:NADIE SABE LO QUE TIENE HASTA QUE LO PIERDE

-Los italianos, incluso los que vivían en la pobreza más cruda, cómo se reían y cantaban en las trattorie e inventaban chistes ingeniosos sobre su pésimo governo, mientras que ahora tienen que marcar el paso con ademán sombrío, el mentón erguido y el corazón apesadumbrado.

-¿Podemos imaginarnos aún a un austríaco tan tranquilo y sosegado en su carácter bonachón, confiando con la devoción de antaño en su señor emperador y en los dioses que les dieran una vida tan holgada? A los rusos, los alemanes, los españoles, ya nadie sabe cuánta libertad y alegría les ha chupado de la médula el cruel y voraz espantajo del «Estado».

-Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa disfrutó de su juego de colores calidoscópico.

-Y nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida.

- No había coacciones, se podía hablar, pensar, reír y soltar tacos tanto como se quería, todo el mundo vivía a su gusto, acompañado o solo, dilapidando o ahorrando, con lujo o como un bohemio, había sitio para cualquier extravagancia y se atendían todas las eventualidades.

-El solo vagar por las calles ya era un placer y, a la vez, una lección permanente, porque todo estaba abierto a todos: por ejemplo, se podía entrar en una librería de viejo y hojear libros durante un cuarto de hora sin que el dueño refunfuñara y gruñera

13

La contemplación física se convirtió de hecho en un reconocimiento, en ese placer de la anagnórisis griega que Aristóteles ensalza como el más grande y misterioso de los goces artísticos.

14

Sólo a partir de la amistad intelectual con los vivos podemos formarnos una idea de las relaciones reales entre pueblo y país; toda observación desde fuera sólo consigue darnos una imagen falsa y precipitada

15

 No compré muebles especialmente buenos, pues no quería tener que «cuidarlos», como había visto hacer en casa de mis padres, donde todos los sillones tenían sus fundas, que sólo se quitaban cuando teníamos visitas. Con una elección consciente, quería evitar fijar mi residencia en Viena y así atarme sentimentalmente a un sitio determinado. Durante años me pareció errónea esa manera de educarme para la provisionalidad, pero más adelante, puesto que cada vez que me construía un hogar me obligaban a abandonarlo y veía desintegrarse todo lo creado a mi alrededor, esa misteriosa sensación de vivir sin atarse a nada me resultó muy útil. Aprendida muy temprano, me hizo más llevaderas las pérdidas y las despedidas.

16

Los días memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales

17

ROMAIN ROLLAND Y EL ARTE.

El absurdo se había puesto visiblemente manos a la obra y luchar contra él era incluso más importante que nuestro arte. La aflicción por la fragilidad de la estructura terrenal me resultó doblemente conmovedora en un hombre que en toda su obra había celebrado la inmortalidad del arte.

-Nos puede servir de consuelo a cada uno de nosotros en tanto que individuos-me respondió-, pero nada puede contra la realidad.

18

Sabemos por experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales.

19

La ilusión, y no la razón, es el motor de la felicidad.

20

LA GUERRA

Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo.

CANCELACIÓN CULTURAL-1914

-Shakespeare fue proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos franceses e ingleses; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, del mismo modo que los cereales y los minerales. No bastaba con que todos los días miles de ciudadanos pacíficos de aquellos países se matasen mutuamente en el frente: en la retaguardia se insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países enemigos que desde hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión mental se volvía cada vez más absurda.

---En aquellas primeras semanas de guerra de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes (estalos défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.

-Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio, y yo lo he conocido hasta la saciedad, es tan malo como vivir solo en la patria. En Viena me había distanciado de los amigos de antes y no era el momento para hacer nuevas amistades. Mantuve algunas conversaciones únicamente con Rainer María Rilke, porque nos comprendíamos íntimamente.

-Al cabo de unas semanas me mudé de casa. Decidido a eludir aquella peligrosa psicosis colectiva, me trasladé a un suburbio rural para, en medio de la guerra, empezar mi guerra personal: la lucha contra la traición de la razón, entregada a la pasión colectiva del momento.

- Rolland había encontrado el único camino correcto que debe tomar personalmente el escritor en tiempos como aquéllos: no participar en la destrucción, en el asesinato, sino (siguiendo el grandioso ejemplo de Walt Whitman, que sirvió como enfermero en la Guerra de Secesión) colaborar en campañas de socorro y obras humanitarias. Viviendo en Suiza, dispensado del servicio militar a causa de su precaria salud, se había puesto inmediatamente a disposición de la Cruz Roja de Ginebra, donde se encontraba al inicio de la guerra, y allí, en habitaciones abarrotadas, trabajó día tras día en la magnífica obra a la que más adelante traté de rendir un reconocimiento público en el artículo titulado «El corazón de Europa».

21

Nunca en mi vida había tenido la intención de convertir a los demás a mis convicciones. Me bastaba con manifestarlas y, sobre todo, poderlas manifestar claramente.

22

ROLLAND

El más humano de los escritores: Romain Rolland.

Sin embargo, no había olvidado su otro deber: el del artista comprometido, obligado a expresar sus convicciones, aunque fuera luchando contra la oposición de su propio país e incluso contra la indignación de todo el mundo beligerante. En el otoño de 1914, cuando la mayoría de escritores se desgañitaban proclamando su odio, se escupían y se ladraban los unos a los otros, él ya había escrito aquella confesión memorable, «Au-dessus de la mélée», en la que combatía el odio entre las naciones y reclamaba del artista justicia y humanidad incluso en medio de una guerra: un artículo que, como ningún otro de la época, provocó opiniones de todo tipo y dejó tras de sí toda una literatura de pros y contras. !

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Fue entonces cuando recibí el impulso definitivo: ¡era preciso luchar contra la guerra! Tenía el material preparado dentro de mí, sólo faltaba para empezar esa última y clara confirmación de mi instinto. Había reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de ellos, el coro que han alquilado, todos esos «charlatanes de la guerra», como los estigmatizó Werfel en su bello poema. El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. Era la misma pandilla que se había burlado de Casandra en Troya y de Jeremías en Jerusalén; yo nunca había comprendido tan bien la tragedia y la grandeza de estos personajes como en aquellas horas, demasiado parecidas a las que vivieron ellos.

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LÁSTIMA POR LOS APATRIDAS :JOICE.

De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un rincón del café Odeón se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente cualquier relación con Inglaterra. Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba ni quería pensar en inglés. Me dijo: !

-Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición. ! No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces ya estaba escribiendo su Ulises; sólo me había prestado su libro Retrato de un artista adolescente, el único ejemplar que tenía

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ACAPADORES

Pronto apareció una nueva profesión: la de los «acaparadores». Hombres sin trabajo cogían una o dos mochilas e iban de un campesino a otro, iban incluso en tren a lugares especialmente productivos, para conseguir víveres ilegales y venderlos luego en la ciudad a un precio cuatro o cinco veces más elevado. Al principio los campesinos estaban la mar de contentos con la gran cantidad de billetes de banco que les llovían en casa a cambio de los huevos y la mantequilla que ellos, a su vez, también «acaparaban». Pero, en cuanto iban a la ciudad con sus carteras repletas para comprar mercancías, descubrían con irritación que, mientras ellos sólo habían pedido cinco veces más por sus víveres, el precio de la guadaña, el martillo y la olla que querían comprar se había multiplicado por veinte o cincuenta.

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ECONOMÍA

La primera señal de desconfianza por parte de los ciudadanos fue la desaparición de las monedas, porque una pieza de cobre o de níquel representaba en el fondo un «capital efectivo» frente al simple papel impreso. El Estado, ciertamente, impulsó el máximo rendimiento de la Casa de la Moneda a fin de producir el máximo posible de dinero artificial según la receta de Mefistófeles, pero ya no pudo dar alcance a la inflación; y así, cada ciudad, pueblo o villa empezó a imprimir su propia «moneda provisional», que era rechazada ya en el pueblo vecino y que, más adelante, cuando se tuvo conocimiento real de su falta de valor, la mayoría de la gente simplemente tiró a la basura. Tengo la impresión de que a un economista que quisiera describir plásticamente todas estas fases, la inflación primero en Austria y después en Alemania, no le costaría mucho superar el suspense y el interés de cualquier novela, pues el caos adquiría formas cada vez más fantásticas.

-Pronto ya nadie sabía cuánto costaba algo. Los precios se disparaban caprichosamente; una caja de cerillas costaba en la tienda que había subido los precios a tiempo veinte veces más que en otra, cuyo honrado dueño vendía ingenuamente sus artículos todavía al precio del día anterior; en recompensa a su probidad veía la tienda vaciada en menos de una hora, porque uno se lo decía a otro y todo el mundo corría a comprar lo que estaba a la venta, tanto si lo necesitaba como si no.

-Aquel que había ahorrado durante cuarenta años y además había invertido patrióticamente el dinero en préstamos de guerra, se convertía en pordiosero.

-Quien se atenía correctamente a la distribución de víveres, moría de hambre; sólo quien la infringía con toda la cara comía hasta la saciedad. Quien sabía sobornar se abría paso; quien especulaba sacaba provecho. Quien vendía de acuerdo con el precio de compra salía perjudicado; quien calculaba con prudencia era estafado.

-La voluntad de seguir viviendo resultó más fuerte que la inestabilidad del dinero. En medio del caos financiero la vida diaria seguía su curso casi inalterado. En el ámbito personal sí se produjeron cambios: los ricos se volvieron pobres, porque el dinero se les derretía en los bancos o en los fondos públicos, y los especuladores se hicieron ricos.

-Nada envenenó tanto al pueblo alemán, conviene tenerlo siempre presente en la memoria, nada encendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación.

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CERVEZA

Pero había un producto que no se podía confiscar: la cerveza que cada uno llevaba en el cuerpo. Los bávaros, grandes bebedores de cerveza, consultaban cada día la lista de las cotizaciones y calculaban sí, debido a la depreciación de la corona, podían beber en Salzburgo cinco, seis o diez litros de cerveza por el mismo precio que debían pagar por uno en casa. Era imposible imaginar una tentación más espléndida y así, de las vecinas poblaciones de Freilassing y Reichenhall partían grupos de hombres con mujeres e hijos para permitirse el lujo de ingerir tanta cerveza como su barriga pudiera contener. Cada noche la estación ofrecía un pandemónium de grupos de gente bebida que berreaba, eructaba y vomitaba; los que iban demasiado bebidos—y eran muchos—tenían que ser transportados a los vagones en las carretillas que normalmente se utilizaban para el equipaje, antes de que el tren, desbordante de gritos y cantos báquicos, los devolviera a su país.

Naturalmente los alegres bávaros no sospechaban que les esperaba una terrible revancha, pues cuando la corona se estabilizó y, en cambio, el marco cayó en picado.

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CRISIS

Y todo porque, gracias al inesperado hecho de que la cosa antaño más estable, el dinero, perdiera valor cada día, la gente empezó a apreciar cada vez más los auténticos valores de la vida: el trabajo, el amor, la amistad, el arte y la naturaleza, y porque todo el pueblo vivía con más intensidad e interés que nunca en medio de la calamidad; chicos y chicas salían de excursión a la montaña y regresaban bronceados, en las salas de baile había música hasta muy avanzada la noche, por doquier se abrían nuevas fábricas y negocios; ni yo mismo creo haber vivido y trabajado nunca más intensamente que durante aquellos años. Lo que antes nos parecía importante, ahora lo era todavía más; nunca en Austria habíamos amado tanto el arte como en aquellos años de caos, porque, traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que sólo lo eterno que llevamos dentro es lo realmente estable.

29

LA CARTA EN RUSIA 1928 (EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE TOLSTOI)

Si no sucumbí a esta embriaguez mágica, no fue gracias a mi fuerza interior sino más bien a un desconocido cuyo nombre ignoro y nunca conoceré. Fue después de una fiesta de estudiantes. Me habían rodeado, abrazado y estrechado las manos. Contagiado de su entusiasmo, contemplaba contento y feliz sus rostros animados. Cuatro, cinco, todo un grupo me acompañó a casa y la intérprete que me habían asignado me lo traducía todo. Sólo cuando cerré la puerta de mi habitación de hotel me quedé realmente solo, solo por primera vez después de doce días, en los que siempre había ido acompañado, arropado, llevado por cálidas olas. Empecé a desnudarme y me quitaba la chaqueta cuando oí un crujido. Metí la mano en el bolsillo. Era una carta. Una carta escrita en francés pero que no me había llegado por correo, sino que alguien debía de haber deslizado hábilmente en mi bolsillo entre tantos abrazos y apretones de mano.

Sin firma, era una carta muy sensata y humana; no estaba escrita ciertamente por un ruso «blanco», pero sí rebosaba irritación ante la creciente limitación de la libertad en los últimos años. «No crea todo lo que le dicen-me escribía el desconocido-. No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle sino sólo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice. Su teléfono está interceptado y controlados todos sus pasos.» Me daba una serie de detalles y ejemplos que yo no podía comprobar. Quemé la carta, siguiendo las instrucciones de su autor.

«No se limite a romperla, pues recogerían los trozos de su papelera y la reconstruirían.» Y por primera vez me puse a reflexionar sobre todo eso. ¿No era un hecho real que, en medio de tanta cordialidad sincera, de toda aquella espléndida camaradería, no había tenido ni una sola ocasión de hablar con alguien en privado y con libertad? El desconocimiento de la lengua me había impedido ponerme en contacto real con la gente del pueblo, y, además, ¡qué pequeña era la parte de aquel imperio inabarcable que yo había visto en aquellos quince días! Si quisiese ser sincero conmigo mismo y con los demás, tendría que admitir que mis impresiones, por más interesantes y atractivas que fuesen en muchos de sus detalles, no podían tener validez objetiva. Por eso mismo, mientras que casi todos los escritores europeos que regresaban de Rusia en seguida publicaban un libro de afirmación entusiasta o de negación exasperada, yo no escribí más que unos pocos artículos. E hice bien absteniéndome, pues al cabo de tres meses muchas cosas habían cambiado tanto que ya no se parecían a lo que yo había visto, y al cabo de un año, los hechos habrían desmentido lo que yo hubiera escrito. Aun así, fue en Rusia donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente de nuestra época.

GORKI

Por pura casualidad, en aquellos días fui testigo de una de esas escenas tan características de la nueva situación rusa, escena que me reveló todo su dilema. Por primera vez un barco de guerra ruso en viaje de maniobras había entrado en el puerto de Nápoles. Los jóvenes marineros, que nunca habían estado en esta metrópoli, se paseaban con sus elegantes uniformes por la Vía Toledo y sus grandes y curiosos ojos de campesinos no se cansaban de contemplar tantas cosas nuevas. Al día siguiente, un grupo de ellos decidió trasladarse a Sorrento con el fin de visitar a «su» escritor. No anunciaron la visita: dentro de su idea rusa de la fraternidad, encontraban perfectamente natural que «su» escritor tuviera tiempo para dedicárselo en cualquier momento. Aparecieron de repente ante su casa, y no se habían equivocado: sin hacerles esperar, Gorki los invitó a entrar. Ahora bien (el mismo Gorki me lo contó al día siguiente, riéndose), aquellos jóvenes, para los cuales no existía nada superior a la «causa», desde el primer momento se mostraron muy severos con su anfitrión. «¡Cómo puede ser que vivas aquí!-exclamaron en cuanto penetraron en el bonito y acogedor chalet-. Vives como un auténtico burgués. Y ¿por qué no vuelves a Rusia?» Gorki se vio obligado a explicárselo todo, hasta el último detalle, lo mejor que sabía. Pero, en el fondo, aquellos muchachos no eran tan severos. Simplemente habían querido demostrar que no sentían ningún «respeto» por la fama y que lo primero que hacían siempre era comprobar la manera de pensar de las personas. Tomaron asiento sin remilgos, bebieron té, charlaron con él durante un buen rato y, por último, a la hora de despedirse, lo abrazaron uno tras otro. Gorki contó la escena de una manera sensacional, enamorado de la libertad y la desenvoltura que caracterizaban el comportamiento de esa nueva generación y sin mostrarse ofendido ni lo más mínimo por su juvenil franqueza.

30

APATRIDAS

No había sido desterrado con sus libros, con su persona, como Merezhkovski -a quien encontré en París trágicamente amargado- ni como los que hoy somos, en las bellas palabras de Grillparzer, «dos extranjeros y ninguna patria», los que vivimos sin hogar, en medio de lenguas prestadas, llevados por el viento de un lado para otro.

Unos días después, sin embargo, tuve la oportunidad de visitar en Nápoles a un exiliado de verdad, un hombre muy singular: Benedetto Croce. Durante décadas había sido guía espiritual de la juventud y, como senador y ministro, había conocido todos los honores públicos en su país, hasta que su oposición al fascismo le acarreó un conflicto con Mussolini. Renunció entonces a todos sus cargos y se retiró; pero ello no fue suficiente para los intransigentes, que querían vencer su resistencia e, incluso, castigarla si lo consideraban pertinente. Los estudiantes, que, a diferencia de antaño, hoy se han convertido en todas partes en tropas de asalto de la reacción, atacaron su casa rompiendo todos los cristales. Pero aquel hombre bajito y rechoncho, que con sus ojos vivaces y su perilla puntiaguda parecía más bien un burgués acomodado, no se dejó intimidar. Se negó a salir del país y se quedó encerrado en su casa protegido por la muralla de sus libros, a pesar de haber recibido invitaciones de universidades americanas y extranjeras.

Siguió editando su revista Critica con su estilo de siempre, siguió publicando sus libros y tan poderosa era su autoridad que la censura, por lo común implacable, se arredró ante él por orden de Mussolini, mientras que sus discípulos y partidarios fueron completamente eliminados. Para un italiano e incluso para un extranjero, visitarlo exigía mucho valor porque las autoridades sabían muy bien que él, dentro de su ciudadela, en sus habitaciones llenas de libros hasta el techo, hablaba sin ambages. Vivía, por decirlo así, en un espacio herméticamente cerrado, en una especie de burbuja de aire, en medio de cuarenta millones de compatriotas. Ese aislamiento hermético de un individuo en una ciudad de miles de habitantes, en un país de millones de habitantes, para mí tenía algo de espectral y grandioso al mismo tiempo. Yo aún no sabía que se trataba de una forma de mortificación espiritual, aunque mucho más suave que la que más tarde se nos vendría encima a nosotros, y no podía menos que admirar el vigor y la energía espiritual que aquel hombre ya viejo conservaba en su lucha diaria.

-Es precisamente la resistencia lo que le mantiene joven a uno. Si hubiese continuado como senador, todo me habría resultado fácil, y como intelectual me habría vuelto perezoso e inconsecuente ya hace tiempo. Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de resistencia.

Desde que estoy solo y ya no tengo a la juventud a mi alrededor, me veo obligado a volverme joven yo mismo.

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Pero tuvieron que pasar unos cuantos años más para que también yo comprendiera que las pruebas son un reto, que la persecución fortalece y el aislamiento eleva, siempre y cuando no haga trizas una existencia. Como todas las cosas esenciales de la vida, estos conocimientos no se aprenden de la experiencia ajena, sino única y exclusivamente del destino propio.

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LA CREACIÓN

Entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la creación. En este ámbito la naturaleza no se deja subyugar; jamás revelará ese ingenio supremo que da origen al mundo, que permite que nazca una flor, una poesía o un hombre. Despiadada e indiferente, ha corrido el velo. Ni siquiera el poeta, ni el músico, podrán explicar a posteriori el instante de su inspiración. Una vez concluida la creación, el artista ignora por completo su origen, desarrollo y evolución. Nunca, o casi nunca, es capaz de explicar cómo las palabras, al elevar su sentido, se han unido en una estrofa, cómo unos sonidos aislados han engendrado melodías que luego resuenan durante siglos. Lo único que puede brindarnos una idea de ese proceso incomprensible de creación son las páginas manuscritas, sobre todo las no destinadas a la imprenta, los primeros borradores aún inciertos y

sembrados de correcciones a partir de los cuales se va cristalizando poco a poco la futura forma definitiva. Reunir esas páginas de todos los grandes poetas, filósofos y músicos, todas esas correcciones que constituían el testimonio de su lucha creadora, ocupó mi segunda y más sapiente época de coleccionista.

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DESPEDIRSE DE LAS PROPIEDADES

En ningún momento me ha producido satisfacción la cosa creada, sino el proceso de crearla. De modo que no lloro algo que había tenido, porque en esta época, enemiga de todo arte y de toda colección, si los perseguidos y expulsados hemos tenido que aprender un arte nuevo, desconocido, ha sido el de saberse despedir de todo aquello que en otros tiempos había sido nuestro orgullo y nuestro amor

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Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo;

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CALMA O RIESGO

Paseé pensativo por la casa, que se había hecho más hermosa en aquellos años, tal y como yo la quería. Y, sin embargo, ¿habría de vivir en ella para siempre, sentarme siempre a la misma mesa y escribir libros uno tras otro y cobrar los derechos de autor y después más derechos de autor, para poco a poco acabar por convertirme en un señor respetable que debe administrar con decoro y buenas maneras tanto su nombre como su obra, aislado ya de toda contingencia, toda tensión y todo peligro? ¿Tendría que seguir siempre así hasta los sesenta, los setenta años, siempre por un camino recto y llano? ¿No sería para mí mejor-seguía soñando aquella cosa dentro de mí-que me pasara algo más, algo nuevo, algo que me volviese más inquieto, más tenso, más joven; que me retase a una lucha nueva y a lo mejor aún más peligrosa? En todo artista anida un dilema misterioso: cuando la vida lo obliga a ir febrilmente de un lado para otro él anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión. Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar de cero. ¿Era miedo a la edad, al cansancio, a la pereza? ¿O era un presentimiento secreto que entonces me hacía anhelar una vida distinta, más ardua, en beneficio de mi evolución interior?

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HISTORIA

Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época.

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No me compré ninguna casa, porque toda propiedad significa una atadura.

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Pues bien, en la vida suelen ser siempre las pequeñas experiencias personales las que resultan más convincentes. Tenía yo en Salzburgo un amigo de infancia, un escritor bastante conocido con el cual había mantenido un trato muy íntimo y cordial durante treinta años. Nos tuteábamos, nos mandábamos libros y nos veíamos todas las semanas. Un día vi a ese viejo amigo por la calle con un desconocido y advertí que de pronto se paraban frente a un escapara- te que a él no podía interesarle en absoluto y, dándome la espalda, mostraba algo a aquel hombre con un inusual interés. «Es muy raro-pensé-, a la fuerza ha tenido que verme.» Pero podía ser una casualidad. Al día siguiente me llamó por teléfono para preguntarme si por la tarde podía presentarse en mi casa para charlar. Le dije que sí, un tanto sorprendido, porque solíamos encontrarnos siempre en el café. A pesar de la urgencia de aquella visita, resultó que no tenía nada especial para contarme. Y en seguida comprendí que, por un lado, quería mantener nuestra amistad, pero, por el otro, para no caer en la sospecha de ser amigo de judíos, no deseaba mostrarse demasiado íntimo conmigo en aquella pequeña ciudad. Eso me llamó la atención. Y en seguida caí en la cuenta de que en los últimos tiempos toda una serie de conocidos, que solían frecuentar mi casa, habían dejado de hacerlo. Me encontraba en una situación peligrosa.

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Mi equipaje era tan ligero como mis esperanzas.

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Nadie había tocado mis libros de la casa de Salzburgo, todavía tenía el pasaporte austriaco, la patria seguía siendo mi patria y yo, ciudadano suyo con todos los derechos. No había empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento.

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Alquilé un pisito, lo bastante grande como para colocar una mesa escritorio y guardar en dos armarios empotrados los pocos libros de los que no estaba dispuesto a desprenderme. En realidad, con eso tenía todo lo que un trabajador intelectual necesita.

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Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo.

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Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico.

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La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo.

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Elogiaron con profusión de detalles las grandiosas manifestaciones del «Frente Patriótico», mientras yo, por el contrario, había observado en Salzburgo que la mayoría de los participantes sólo llevaba el distintivo reglamentario de la coalición pegado en la solapa por miedo a perder sus puestos de trabajo, pero a la vez desde hacía tiempo estaban inscritos-por precaución en Múnich-en las filas de los nacionalsocialistas: había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento. Sabía que las mismas voces que hoy gritaban «¡Heil Schuschnigg!» mañana rugirían «¡Heil Hitler!».

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yo me imaginaba las desgracias, las padecía antes de tiempo y volvía a padecerlas cuando ocurrían de veras en mis sueños cosmopolitas me había imaginado a menudo en mi fuero interno cuán espléndido y conforme a mis sentimientos sería vivir sin estado, no estar obligado a ningún país: y, por lo tanto, pertenecer a todos sin distinción. Pero una vez más tuve que reconocer cuán imperfecta es la fantasía humana y hasta qué punto no comprendemos las sensaciones más importantes hasta que no las hemos vivido nosotros mismos.

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Era un favor, pero un favor que me podían retirar en cualquier momento. De la noche a la mañana había descendido un peldaño más.  Ayer todavía era un huésped extranjero y, en cierto modo, un gentleman que gastaba allí sus ingresos internacionales y pagaba sus impuestos, y hoy me había convertido en un emigrado, un «refugiado». Me rebajaron a una categoría inferior, aunque no deshonrosa. Además, de ahora en adelante debía solicitar cualquier visado extranjero en aquella hoja de papel, porque en todos los países desconfiaban de esa «clase» de hombres de los cuales, de repente, yo formaba parte: hombres privados de derechos y sin patria, a los que, en caso de necesidad, se los podía expulsar y devolver a su país como a los demás, si se convertían en una carga o permanecían allí demasiado tiempo. Y tuve que recordar las palabras que un exiliado ruso me había dicho años atrás: «Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se lo trata como a un hombre.»

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La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi «yo» original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío. Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.

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FINAL

El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.