EL
INFINITO EN UN JUNCO (2019)
Edgardo
Rafael Malaspina Guerra.
El
infinito en un junco es un ensayo de Irene Vallejo sobre las historia de los
libro desde antes de la invención de los papiros (con juncos) hasta los
actuales momento.
FRASES
Y PÁRRAFOS QUE ME LLAMARON LA ATENCIÓN.
1
El
libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee,
debe acompañar a los lectores y caber en su equipaje.
2
Los
libros de papiro —ligeros, bellos y transportables— eran objetos delicados. La
lectura y el uso habitual los consumían. El frio y la lluvia los destruirían.
Al ser materia vegetal, despertaban la glotonería de los insectos, y ardían
fácilmente.
3
Anna
Ajmátova.
Vuelvo
a leer el Réquiem de la maravillosa poeta Anna Ajmátova, donde describe las largas filas de mujeres delante
de la cárcel de Leningrado. Ana conoció a fondo la desgracia: su primer marido
fue fusilado; el segundo murio de extenuación en un campo de trabajo del Gulag;
su único hijo fue detenido varias veces y pasaron diez años preso. Un día, al
enfrentarse en el espejo con su aspecto demacrado y los surcos que el
sufrimiento estaba abriendo en su cara, ella recordó la imagen de las antiguas
tablillas mesopotámicas. Y escribí un verso triste e inolvidable: «Ahora sé
cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas». Yo también, en
ciertas ocasiones, encontró gente cuyas caras parecen arcilla incisa por la
pena. Y, después de leer el poema de Ajmátova, ya no puedo evitarlo: las
tablillas asirias me sugieren rostros de personas que han vivido —han sufrido—
mucho.
4
El lector.
Una
mujer escucha leer a su adolescente amante en cada uno de sus encuentros
eróticos. Me fascina imaginar esos momentos descritos en El lector, de Bernhard
Schlink. Todo empieza con la Odisea, que el chico traducía en sus clases de
griego del instituto. Léemelo, dice ella. Tienes una voz muy bonita, chiquillo.
Cuando él intenta besarla, ella retira la cara: Primero tienes que leerme algo.
A partir de ese día, el ritual de sus encuentros incluye siempre la lectura.
Durante media hora —antes de la ducha, el sexo y el reposo—, en la intimidad
del deseo, él va desovillando historias mientras la mujer, Hanna, escucha con
atención, a veces riéndose o bufando con desprecio, o haciendo exclamaciones
indignadas. A lo largo de los meses y los libros —Schiller, Goethe, Tolstói,
Dickens—, el chico de voz insegura aprende las habilidades del narrador. Cuando
llega el verano y los días se alargan, dedican todavía más tiempo a la lectura.
Una tarde de bochorno veraniego, recién terminado un libro, Hanna se niega a
empezar otro. Es su último encuentro. Días después, el chico llega a la hora
habitual y llama al timbre, pero la casa está vacía. Ella ha desaparecido de
repente, pecado.
5
Hesíodo.
Hesíodo
era un joven pastor que pasaba sus días en la soledad de la montaña, durmiendo
en el suelo con el ganado de su padre. Mientras vagaba por los pastos de
verano, se construyó un mundo imaginario hecho de versos, música y palabras. Un
mundo interior a la vez celestial y peligrosa. Un día, apacentando el rebaño al
pie del monte Helicón, tuvo una visión. Se le aparecieron las nueve musas, le
enseñaron un canto, le insuflaron su don y pusieron en sus manos una vara de
laurel. Le dijeron una frase inquietante: «Sabemos contar mentiras que parecen
verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad». Es una de las
reflexiones más antiguas sobre la ficción —esa mentira sincera— y, tal vez,
también una confesión íntima.
6
Borrar
la Historia.
En
el año 213 a. C., cuando un grupo de griegos intentaban reunir la totalidad de
los libros de Alejandría, el emperador chino Shi Huandi ordenó que se
quemasen todos los libros de su reino. Solo perdonó los tratados de
agricultura, medicina y profecía :quería que la historia comenzase con él.
Pretendía abolir el pasado porque sus opositores lo invocaban en añoranza de
los antiguos emperadores. Según un documento de la época, el plan se llevó a
cabo sin piedad («Los que se sirvan de la Antigúedad para denigrar los tiempos
presentes serán ejecutados junto a sus parientes. Quienes oculten libros serán
marcados con un hierro candente y condenados a trabajos forzados»). El odio de
Shi Huandi provocó la destrucción de miles y miles de libros —entre otros,
todos los escritos del confucianismo—. Los esbirros del emperador fueron de
puerta en puerta, apoderándose de los libros y haciendo arder en una pira. Más
de cuatrocientos letrados reacciones fueron enterrados vivos.
7
Antilo:
memorizar libros es bueno para la salud.
Un
médico romano del siglo 11, llamado Antilo, llegó más lejos, afirmando que
memorizar libros era bueno para la salud. Sostenía una divertida y extravagante
teoría al respecto. Quienes nunca han hecho el esfuerzo de memorizar un relato,
unos versos, un diálogo ——decía— tienen mayores dificultades para eliminar de
su cuerpo ciertos fluidos perjudiciales, en cambio, los que pueden recitar
largos textos de memoria expulsan sin problemas esas sustancias dañinas
mediante la respiración.
8
Famoso
a cualquier precio: el síndrome de Eróstrato.
Nunca
ha destacado en nada pero se rebela contra la idea de ser uno más. Sueña en secreto
que la gente lo reconoce por la calle, cuchichea y lo señala. Una voz interior
le susurra que algún día se convertirá en una celebridad, como los campeones
olímpicos o los actores que seducen al público boquiabierto.
Ha
decidido que hará algo grande; solo le falta descubrir qué.
Un
día trama por fin un plan. Incapaz de realizar tareas, siempre puede pasar a la historia como destructor. En su
ciudad se encuentra una de las siete maravillas del mundo, que vienen a visitar
reyes y viajeros desde tierras muy lejanas. En un promontorio rocoso,
encaramado entre nubes, el templo de Artemisa domina todos los barrios de
Éfeso. Hicieron falta ciento veinte años para construirlo. La entrada es un
espeso bosque de columnas. En su interior, forrado de oro y plata, descansa la
imagen sagrada de la diosa que cayó del cielo, además de las valiosas
esculturas de Policleto y Fidias, y fantásticas riquezas.
La
noche sin luna del 21 de julio del año 365 a. C., mientras en la remota Macedonia
nacía el gran Alejandro, él se desliza entre las sombras y trepa por los
escalones que llevan al Artemisio. Los guardianes nocturnos duermen. Es el
silencio roto por los ronquidos, se apodera de una lámpara, derrama aceite y
prende fuego a las telas que adornan el interior. Las llamas lamen el tejido y suben
hacia el techo. Al principio, el incendio repta lentamente pero cuando consigue
herir las vigas de madera empieza la rápida danza del fuego, como si el
edificio llevase siglos soñando con arder.
Él
mira hipnotizado las llamadadas que rugen y se enroscan. Los guardias lo capturan
sin problemas. Lo arrojan encadenado a un calabozo, donde es feliz. Durante
unas horas solitarias, aspirando el olor a humo. Cuando lo torturan, confiesa
la verdad: que había planeado incendiar el edificio más bello del mundo para
ser conocido en el mundo entero. Cuentan los historiadores que todas las
ciudades de Asia Menor prohibieron, bajo pena de muerte, revelar su nombre,
pero no lograron borrarlo de la historia. Figura en todas las enciclopedias,
incluidas las virtuales. El escritor Marcel Schwob fue su biógrafo en un
capítulo de las Vidas imaginarias. También Sartre le dedicó un relato corto. Ha
prestado su nombre al trastorno psicológico de quienes, solo por aparecer unos
minutos en televisión o ascender a los más vistos en YouTube, son capaces de
hacer cualquier barbaridad gratuita. El exhibicionismo a toda costa no es un
fenómeno exclusivamente contemporáneo.
Su
nombre maldito era Eróstrato. En su memoria, el deseo patológico de popularidad
ha venido a llamarse síndrome de Eróstrato.
En
el incendio que provocó para
catapultarse a la fama quedó reducida a cenizas aquel rollo de papiro que
Heráclito había regalado a la diosa.
Irónicamente,
el filósofo creía que de manera cíclica el fuego aniquila el universo y en su
Obra profetizaba una conflagración cósmica final. No sé el universo, pero los
libros —que en todas sus formas arden bien— tienen un triste historial de
destrucción entre las llamas.
9
Fumar
libros en Leningrado. La película Smoke.
Bajtín,
escritor ruso, fumador compulsivo, durante
los días oscuros del cerco nazi a Leningrado, estaba encerrado en una apartamento bajo el
terror cotidiano de los bombardeos. Tenía reservas de tabaco pero no podía
conseguir papel de fumar. Entonces tomó las páginas de un ensayo al que había dedicado diez años
de trabajo para envolver tabaco y hacer cigarrillos.. Hoja a hoja, bocanada a
bocanada, fumó gran parte del manuscrito, en la seguridad de conservar un buen
recaudo en Moscú otra copia que, al final, en el caos de la guerra, también se
perdería. Recuerdo que William Hurt cuenta la anécdota —casi legendaria— en la
fascinante película Smoke, cuyo guion escribió Paul Auster
10
Cantidad
de libros publicados.
En nuestro siglo XXI la catarata de letra
impresa desborda todos los diques de la mesura. Se publica un nuevo título cada
medio minuto, ciento veinte cada hora, dos mil ochocientos al día, ochenta y seis
mil al mes.
Un lector medio alcanza a leer en toda su vida
lo que el mercado editorial produce en una sola jornada laboral, y cada año se destruyen
millones de ejemplares huérfanos. Pero esta abundancia es muy reciente. Durante
siglos, conseguir libros exigía estar bien relacionado e, incluso con los
contactos adecuados, conllevaba gastos, esfuerzos, tiempo y, en ocasiones,
arrostrar los peligros del viaje.
11
Saber
leer es peligroso.
En
su Historia de la lectura, Alberto Manguel escribe: «Por todo el Sur de Estados
Unidos, era frecuente que los propietarios de las plantaciones ahorcasen a
cualquier esclavo que tratese de enseñar a otros a leer. Los dueños de esclavos
(como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos
detentadores del poder) creían firmemente en la fuerza de la palabra escrita.
Sabían que la lectura es una fuerza que requiere apenas unas pocas palabras
para resultar aplastante.
Alguien
que es capaz de leer una frase es capaz de leerlo todo; una multitud analfabeta
es más fácil de gobernar. Dado que el arte de leer no puede desaprenderse una
vez que se ha adquirido, el mejor recurso es limitarlo. Por todos esos motivos
había que prohibir la lectura».
12
Los
libros son hijos de los árboles. Libro es igual a libre.
Los
libros son hijos de los árboles, que fueron el primer hogar de nuestra especie
y, tal vez, el más antiguo recipiente de nuestras palabras escritas. La etimología
de la palabra encierra un viejo relato sobre los orígenes. En latín, liber, que
significaba «libro», originalmente daba nombre a la corteza del árbol o, para
ser más exactos, a la película fibrosa que separa la corteza de la madera del
tronco. Plinio el Viejo afirma que los romanos escribían sobre cortezas antes
de conocer los rollos egipcios. Durante muchos siglos, diversos materiales —el
papiro, el pergamino— desplazarían a aquellas antiguas páginas de madera, pero,
en un viaje de ida y vuelta, con el triunfo del papel, los libros volvieron a
nacer de los árboles.
Como
ya he explicado, los griegos llamaban biblíon al libro, recordando la ciudad
fenicia de Biblos, famosa por la exportación de papiros. En nuestra época, el
uso del término, en su evolución, ha quedado reducido al título de una sola
obra, la Biblia. Para los romanos, libera no evocaba ciudades ni rutas
comerciales, sino el misterio del bosque donde sus antepasados empezaron a
escribir, entre los susurros del viento en las hojas.
También
los nombres germánicos —book, Buch, boek— descienden de una palabra arbórea: el
haya de tronco blanquecino.
En
latín, el término que significaba «libro» sonaba casi igual que el adjetivo que
significaba «libre», aunque las raíces indoeuropeas de ambos vocablos
tenían orígenes distintos. Muchas lenguas romances, como el español, el
francés, el italiano o el portugués, han heredado el azar de esa semejanza
fonética, que invita al juego de palabras, identificando la lectura y la
libertad. Para los ilustrados de todas las épocas, son dos pasiones que siempre
acaban por confluir.
Aunque
hoy hemos aprendido a escribir con luz sobre pantallas de cristal líquido o de
plasma, todavía sentimos la llamada originaria de los árboles. Es sus cortezas
estamos redactando un disperso inventario amoroso de la humanidad.
13
El
librero. Epístolas.
Helene
era hija de emigrantes. Su padre, un humilde camisero, le conseguía entradas
para los teatros de Filadelfia a cambio de las prendas de ropa que vendía.
Gracias a esos mercadeos, en plena Gran Depresión estadounidense, Helene podía
arrellanarse en las gastadas butacas y, cuando las luces se apagaban en la sala
para iluminar el escenario, su corazón latía deprisa, como un caballo desbocado
en la oscuridad del teatro. Con veinte años se instaló en Manhattan para
inaugurar su vida de escritora. Durante décadas se alojó en cochambrosas
habitaciones con muebles destartalados y cocinas plagadas de cucarachas, sin
poder prever de un mes para otro cómo pagaría el alquiler. Malvivía como
guionista de televisión mientras creaba, una tras otra, decenas de piezas que
nadie quería producir.
Su
mejor obra, que fue creciendo y tomando forma lentamente durante los siguientes
veinte años, nació de la forma más inocente y más imprevista. Helene tropezó
con un minúsculo anuncio de una librería londinense especializado en libros
agotados. En el otoño de 1949, envió su primer pedido al número 84 de Charing
Cross Road. Los libros, enormes gracias al cambio de moneda, empezaron a
viajar a través del océano, rumbo a las estanterías de sus sucesivos
apartamentos, fabricados con cajas de naranjas.
Desde
el principio, Helene envió a la librería algo más que frías listas y el dinero
de los pagos correspondientes. Sus cartas explicaban el placer de desembalar el
libro recién llegado y acariciar las páginas de un hermoso color crema, suave
al tacto; su cómica decepción si la obra no estaba a la altura de las
expectativas previas; sus impresiones al leer los textos, sus apuros económicos,
sus manías —«me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella
página que su anterior propietario leía más a menudo»—. El tono, al principio
envarado, de las respuestas que enviaba el librero, llamado Frank, se fue
relajando con el paso de los meses y las cartas. En diciembre llegó a Charing
Cross Road un paquete navideño de Helene para los empleados de la librería.
Contenía jamón, latas de conservación y otros productos que, en la dura
posguerra inglesa, solo se podía conseguir en el mercado negro. En primavera,
ella pidió a Frank, por favor, una pequeña antología de poetas «que sepan
hablar del amor sin gimotear» para leerla al aire libre, en Parque Central.
Lo
extraordinario de esas cartas es cómo dejan entrever lo que no cuentan. Frank
nunca lo dice, pero es indudable que se deja la piel, recorriendo grandes distancias
y registrando cada rincón de remotas bibliotecas privadas en venta, a la
búsqueda de los libros más bellos para Helene. Y ella responde con nuevos
paquetes de regalo, con nuevas confianzas humorísticas sobre sí misma, con
nuevos encargos apremiantes. Una emoción sin palabras y un deseo callado se
infiltran en esta correspondencia comercial que ni siquiera es privada, porque
Frank saca una copia de cada carta para el archivo del negocio. Transcurren los
años, y los libros. Frank, casado, contempla cómo sus dos hijas dejan atrás la
infancia y la adolescencia. Helene sigue
subsistiendo gracias a la escritura alimenticia de guiones televisivos. Los dos
intercambian regalos, encargos y palabras, cada vez más. espaciadas. Han
depurado un lenguaje propio para comunicarse, limpio de sentimentalismos,
reticente, plagado de frases ingeniosas para quitar hierro a su amor omitido.
Helene
siempre anunciaba que viajaría a Londres —y a la librería— en cuanto reuniera
dinero para los billetes, pero las eternas penurias de la escritura, un
percance dental y los gastos de sus incesantes mudanzas retrasaban verano tras
verano el encuentro. Con frases siempre pudorosas, Frank lamentaba que, entre
tantos turistas americanos fascinados por los Beatles, nunca llegase Helene. En
1969 Frank murió de repente a causa de una peritonitis aguda. Su viuda escribió
unas líneas a la norteamericana: «No me
importa reconocer que a veces me he sentido muy celosa de ti» . Helena Reunío
todas las cartas y publicó la correspondencia de los dos en forma de libro.
Entonces conoció el éxito fulgurante que durante años de duro trabajo siempre le había vuelto la espalda. 84,
Charing Cross Road se convirtió pronto en una novela de culto, adaptada al
cine y al teatro. Después de décadas escribiendo piezas teatrales que nadie
estaba dispuesto a producir, Helene Hanff triunfó en los escenarios con
una obra que nunca pretendió serlo. Gracias a la publicación del libro, por fin
pude viajar a Londres —por primera vez pero demasiado tarde: Frank estaba
muerto y la librería Marks é€z Co. ya había desaparecido—.
Solo
la mitad de la historia de la escritora y su librero-confidente está contenida
en su correspondencia. La otra mitad palpita en los libros que él buscó para
ella, porque recomendar y entregar a otro una lectura elegida es un poderoso
gesto de acercamiento, de comunicación, de intimidad.
14
Regalar
libros.
Buscamos
en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros.
Los
libros no han perdido del todo ese primitivo valor que tuvieron en Roma, la
sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades.
Cuando
unas páginas nos conmuevan, un ser querido será el primero a quien hablaremos
de ellas. Al regalar una novela o un poemario a alguien que nos importa,
sabemos que su opinión sobre el texto se reflejará sobre nosotros. Si un amigo,
una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastreamos sus gustos
y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas
subrayadas, iniciamos una conversación personal con las palabras escritas, nos
abrimos con mayor intensidad a su misterio.
Buscamos
en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros.
15
Los
libros unen.
A
pesar del empuje de la mercadotecnia, los blogs y las críticas, las cosas más
bellas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido —o un
librero convertido en amigo—. Los libros mos siguen uniendo y anudando de una
forma misteriosa.
16
Los
llamados rotuli mortuorum eran rollos de pergamino en los que se anunciaba
la desaparición de alguna persona de calidad; un mensajero, en rutas que en
ocasiones superaban los mil kilómetros, iba transportando el rollo por diversas
instituciones relacionadas de algún modo con el difunto, y en cadauna de ellas
se añadía al rollo una oración u otra expresión de condolencia.
El
«Rollo de Matilda», hija de Guillermo el Conquistador y abadesa de la mTrinidad
de Caen, que alcanzó los veinte metros de longitud, fue destruido durante la
Revolución Francesa. En Inglaterra y Gales todavía se denomina Maestro de los
Rollos al archivero de la corte real.
17
El
papel o rol en una obra de teatro.
A falta de apuntador, los actores de teatro en
el medievo solían usar rollos como ayuda para la memoria en sus
representaciones. De allí deriva el término «rol» del actor.
18
Los
rollos ,en realidad, no nos han
abandonado por completo. En nuestras tradiciones, pero también en nuestras
palabras, en nuestros ordenadores, en internet, en las proyecciones de futuro,
sobrevive el recuerdo de los rollos.
19
Rollos
y títulos universitarios.
Algunas
universidades siguen otorgando rollos o sus diplomas con este arcaico ropaje.
20
Volúmenes.
Cuando
hablamos de un libro «largo» o «extenso», de forma involuntaria somos herederos
de la terminología específica del rollo. Llamamos impropiamente «volumenes»
—del latín volvo (*dar vueltas, girar”)— a los códices, que ya no se rebobinan.
21
Un
rollo: algo que aburre.
En el lenguaje coloquial todavía decimos que
es «un rollo» algo que nos aburre, que se desenrolla y se desenrolla y parece
no acabar nunca. Y hoy la palabra scroll, que designaba en inglés al rollo
manuscrito, se usa para describir el acto de hacer avanzar o retroceder verticalmente
el texto en la pantalla de cualquier aparato informático, como se manejaban los
viejos rotuli. Además, las compañías tecnológicas más innovadoras están
desarrollando pantallas de televisión enrollables que se puedan guardar cuando
no se utilizan. En la historia de los formatos, la pausa. es la convivencia y
la especialización, no el relevo. Los primeros libros se niegan a extinguir del
todo.
22
Las
troyanas.
En
el año 415 a. C., Eurípides presentó su tragedia Las troyanas durante un
festival religioso, en un teatro abarrotado. La obra recreaba el fin de la guerra
de Troya —el mito fundacional de los griegos, la gran victoria patriótica de
sus antepasados—. La inmensa mayoría de los atenienses que esperaban en las
grados el comienzo de la función comiendo pan, queso y aceitunas estaban tan
orgullosos de las hazañas de Aquiles en Troya como nosotros de haber derrotado
al nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Pero si esperaban un Spielberg ático
que halagase su orgullo de estar en el bando correcto de la historia como en La
lista de Schindler, tenían por delante un chasco de dimensiones épicas.
Eurípides desplegó ante sus ojos una feroz matanza, un arrebato de destrucción
vengativa violaciones colectivas, el asesinato a sangre fría de un niño lanzado
al abismo desde las murallas, los horrores de la guerra cayendo sobre las
mujeres derrotadas...
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