Edgardo
Rafael Malaspina Guerra
1
Al llegar a Atenas
buscamos la casa de Schliemann donde funciona el Museo de Numismática.
Caminamos por el centro de la ciudad una tarde calurosa de septiembre. Casi
todos los locales comerciales estaban cerrados por la crisis económica del
país. Algún mendigo se aparecía de cuando en vez. Uno lo hizo en dos ocasiones
en calles distintas con su mano extendida y rostro fantasmagóricamente
lastimero.
En nuestro paseo habíamos
dejado atrás la Biblioteca, la Universidad y la Academia custodiado por
Sócrates y Platón. Uno observa sus estatuas e inmediatamente piensa en los
Diálogos.
2
Un café al aire libre es
la entrada de la mansión del descubridor de Troya y de Micenas, cuya biografía
refleja la importancia de los cuentos en la infancia. Los relatos que le hizo
su padre sobre la Ilíada lo hicieron soñar y trazar planes. Su vida es un
tratado abierto de autoestima , el cual resumen sus palabras: “La dificultades
que encuentro a mi paso, lejos de hacerme renunciar, me dan ánimos para
perseverar en la meta que me he marcado, no escatimaré ni tiempo ni esfuerzo,
ni dinero para hacerla realidad”.
3
En realidad, nada lo
detuvo cuando se propuso demostrar que las narraciones de la Ilíada tenían sus
fundamentos históricos. Esa meta final requería alcanzar metas intermedias para
obtener dinero y conocimiento. En su
juventud emprendió un viaje a Venezuela en busca de trabajo y la embarcación
naufragó en las costas de Holanda, fingió estar enfermo para buscar ayuda y
seguir adelante. En las excavaciones que llevaron a descubrir Troya, sus
hombres fueron diezmados por la malaria. Los gobiernos de los territorios donde
operaba le pusieron trabas. Pero sus principales enemigos fueron los críticos
de sus métodos de investigación, situación que plantea un dilema hasta la
actualidad: ¿Cómo se llega a verdad?
Schliemann demostró que
cada quien tienen su manera de hacer ciencia, ya que al fin y al cabo todos los
caminos llevan a Troya.
4
La gente conversa en voz
baja al filo de las penumbras. Algunos fuman. Un hombre gordo y de bigotes hace
anotaciones en su agenda, en cuya portada dorada hay un rostro que puedo
asegurar es el de un filósofo, pero no preciso exactamente quién es. Oigo que
mencionan el nombre de Virchow.
Nos sentamos y se acercan
unos argentinos. Mientras Natalia toma su café y fuma, aprovechando que Atenas
es también territorio libre del humo del cigarrillo, liberación que nadie toma en
serio; me inserto en la conversación sobre Rudolf Virchow, llamado por algunos
el Hipócrates del siglo XX. La argentina es médico; mientras que el hombre, un
gordo que casi no se le entiende cuando habla y viste camisas playeras, es un
comerciante trotamundos.
Hago un comentario sobre Virchow, quien
aconsejó la intervención quirúrgica a Schliemann para tratar su enfermedad del
oído, la cual finalmente causó su muerte; recuerdo también que fue el único
alemán que creyó en sus investigaciones, porque Virchow , el primero en hablar de
la teoría celular, las trombosis y las leucemias, también se dedicaba a la
arqueología.
5
Nos marchamos al Titania,
nuestro hotel. Algunas ciudades tienen un color predominante. Atenas es blanca, de mármoles blancos.
Subimos al Jardín de los
Olivos, la terraza del Titania. La
oscuridad es tanta que el mesonero muestra el menú con linterna y lupa.
Bebemos vino tinto a la
luz de las velas. La gente conversa en voz baja y escucha el Adagio in sol
minor de Albinoni. A lo lejos, la Acrópolis iluminada, brillante, bajo una luna
grande. Pienso que por allí anduvo Sócrates exponiendo su filosofía, en el
ágora, cerca de la stoa de Zeus Eleuterio.
6
Antes de dormir leo unos
versos de Arquíloco, escritos hace más de dos mil quinientos años:
Me
gano el pan
con
la lanza y el vino de Tracia:
cuando
bebo,
me
apoyo en la lanza.
Me echo un trago y me
apoyo en mi almohada.
(Edgardo R Malaspina G.
Medicrónicas, 2015)
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